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josé watanabe

Watanabe, el versado el versátil

Publicado: 2014-05-04

Cierta vez, José Watanabe me preguntó cuál era su mayor extravagancia. "Haber nacido en Laredo", le respondí casi sin pensarlo. No podía asociar un espíritu tan refinado con un medio tan agreste, mis convicciones dialécticas no daban para tanto. Sin embargo, esa no fue su única extravagancia. Cuando erámos muy jóvenes y Emilio Choy nos llamaba con sana envidia los magos del tiempo, a José se le dio por mover el hombro como Yojimbo el bravo -héroe de una película de Kurosawa- y para desconcertar a los poetas jóvenes, tan locuaces, ensayaba un estudiado laconismo. En tono burlón decía: "es que a veces el silencio se puede confundir con la inteligencia". Le gustaba remarcar su condición de poeta insular. No por casualidad tenía la costumbre, en la época que frecuentábamos los bares de Lima, de llenar las paredes de los baños con estos conocidos versos de Luis Hernández: "Solitarios son los actos del poeta, como aquellos del amor y de la muerte". Grafiti poco común y demasiado fino que un vago mancilló cierta vez añadiéndole una procacidad alusiva al pecado de Onán. No voy a intentar un análisis de su excelente poesía porque -como dicen los empleados públicos-, no es de mi competencia. Más bien, voy a referirme a desconocidos aspectos de su desconcertante personalidad, con el fin de quitarle ese velo de misterio oriental que ciertos huachafos le han endilgado. Comenzaré por los antecedentes familiares, por aquellos que le dejaron huella e influyeron en su vocación. El padre de José era un japonés muy culto que supo detectar a tiempo las precoces aptitudes de su vástago. El pequeño Watanabe escuchaba con verdadera unción los haikus que le leía su padre directamente del japonés y en traducción simultánea. Además de culto, el padre de José era un caballero nipón de extremado refinamiento, al punto que prefería emprender largas y fatigosas caminatas para no subir a una de esas góndolas que, con su torpe vaivén, lo hubieran obligado a posturas inelegantes. Pero, no se crea que todo fue exquisitas lecturas para el niño Watanabe. En un medio como el de Laredo, no podía faltar el íntimo contacto con la naturaleza y la temprana lascivia que este hecho despierta. Para refrenar su lujuria adolescente, José se trasladó a Trujillo. En esta ciudad señorial y monacal conoció a Susana su amor de juventud, especie de bella durmiente al revés: José la besaba y ella caía desmayada. Después de un profundo y placentero sueño despertaba para recibir un segundo beso que José le negaba, temeroso de otro desmayo. Tal fue el origen de las desavenencias de tan romántica pareja, pero no el fin del deseo. En un poema José se refiere a su relación con Susana de esta manera: “pasaba sus días soñando una canción que nos ensimismara”. Por deferencia a esos sueños femeninos, José escoge acertadamente un verso de Wallace Stevens: “La música de Susana tocaba las lujuriosas fibras” como epígrafe para su poema Cuatro muchachas alrededor de una manzana. Indudablemente fue esta singular experiencia erótico-estética y no Laredo con su olor a melaza, como creen algunos, la que decidió su vocación de poeta e inclinación por las artes visuales. Inclinación que lo llevó a a merodear por la Escuela de Bellas Artes, que dirigía don Pedro Azabache, devoto discípulo de Sabogal. Como carecían de modelo, don Pedro le echó ojo al entonces esbelto ainoko y le propuso que posara desnudo mostrando algo más que sus robustas pantorrillas, las mismas que años después encandilarían a Tilsa Tsuchiya y que ella se encargaría de inmortalizar en sus pinturas. Azorado por las miradas golosas de las amantes del arte, Watanabe abandonó dicha escuela para convertirse en disciplinado yoga, creyendo que con la dieta vegetariana resistiría mejor las tentaciones de la carne. Esta nueva experiencia no le duraría mucho: José fue expulsado de la Gran Fraternidad Yoga por haber cometido el sacrilegio de posar en flor de loto con un cigarrillo en los labios. Desengañado de la intolerancia poco fraterna de la Gran Fraternidad, José Watanabe se vino a Lima, donde se inició en el periodismo colaborando con la revista Caretas. Su primer trabajo fue nada menos que entrevistar al poeta y matemático chileno Nicanor Parra, quien había venido invitado por la Universidad de Ingeniería para dar una clase magistral. Como José estaba nervioso porque era la primera vez que tenía que enfrentarse a una celebridad, me pidió que lo acompañara. Fue la gran aburrida de mi vida: los dos poetas se enfrascaron en una ininteligible conversación de altas matemáticas y no hablaron nada de literatura, supuesto tema de la entrevista. Para cumplir con Caretas, José inventó unas declaraciones de cuya autenticidad el autor de los Antipoemas no se habría atrevido a dudar. Poco tiempo después, conocimos a Tilsa Tsuchiya e hicimos una hermosa amistad que lindaba con lo real maravilloso. Los tres éramos inseparables y me acuerdo que una noche en una de las calles de la avenida Floral, vimos una rata caminando por el aire. La obscuridad era tal que no se veía el plomizo cable que une los postes de luz.

A pesar de su ascendencia nipona, José solo había visto una película japonesa, Yojimbo el bravo. Por insistencia de Tilsa fuimos a ver Ugetsu Monogatari. Deslumbrados por la bella película de Kenzi Mizoguchi., hicimos un estricto seguimiento del cine japonés. Así pudimos ver casi todas las películas de Kurosawa, las películas radicales de Kobayashi, La mujer de arena de Teshigara y la película más erótica de todos los tiempos, según José, Onibaba o El mito del sexo de Kaneto Shindo.

Ahora que se ha editado su poemario Habitó entre nosotros traducido al griego, debo recordar que nuestro acercamiento a la cultura griega actual fue a través del cine, particularmente con las películas de Cacoyannis. La inevitable Zorba el griego fue el hilo conductor hacia otras películas de Cacoyanis. Ifigenia, Electra y Las troyanas, José quedó maravillado con esta trilogía que contenía una visión muy crítica de los héroes clásicos, y que en conmovedoras escenas de elegante sobriedad recreaban los dramas de Eurípides. Y en esta época de calentamiento global, no podemos olvidar otra gran película de Cacoyannis El dia que los peces salieron, mordaz y premonitoria comedia contra la contaminación ambiental.

Tambien es necesario decir que Cacoyannis no venía solo, que en sus maravillosas aventuras cinematográficas participaban la gran actriz y cantante Irene Papas y la banda sonora de Mikis Teodorakis, talentoso compositor, artista extaordinario y héroe mítico de nuestro tiempo. Cuando Teodorakis se presentó en Lima hace más de treinta años, en los famosos recitales musicales del campo de Marte, fue todo un acontecimiento. La gran mayoría de la gente lo conocía por Zorba el griego y le pedían en coro que la tocase. En ningún momento Teodorakis cedió al pedido de las multitudes y más bien tocó una serie de piezas realmente maravillosas. Cuando terminó el recital hubo una recepción a la que José y yo tuvimos la suerte de ser invitados y alternar con el gran Teodorakis. Me acuerdo que José le preguntó porque no quiso tocar Zorba y Teodorakis le respondió que había dos razones importantes, una que no era ni de lejos la mejor de sus composiciones y la otra que si la tocaba no podía impedir que la gente se pusiese a bailar y que generalmente lo hacía de manera desastrosa. Con José nos miramos y de inmediato recordamos que en uno de sus poemas Marco Martos se burla de los zorbas de quinta categoría. Recordando esta anécdota no puedo dejar pensar en el famoso video donde Abimael y su banda siniestra bailan desastrosamente la canción de Zorba.

Tiempo después, en una librería especializada en libros difíciles de encontrar, José compró una versión castellana de la notable poesía de Kavafis, traducida del inglés por Belisario Betancourt, cuando este caballero no tenía la más mínima idea de que algún día sería presidente de Colombia. Desgraciadamente era una versión bastante floja y pacata que trataba de ocultar lo inocultable: el tema central de gran parte de la poesía de Kavafis, el amor homosexual. Tuvo que pasar mucho tiempo para que pudiéramos conocer una buena traducción al castellano de tan excelente poesía, gracia a Alianza Editorial. Ese libro fue el regalo de despedida que me hizo José cuando viajé a China.

Años después escribió una versión libre de la Antígona de Sófocles para el grupo de Teatro Yuyachkani.

Además de poeta, narrador y dramaturgo, José tenía una extraordinaria versatilidad. Ha sido guionista de cine, productor de programas teleeducativos, publicista, tallador, diseñador de juguetes y de máscaras, y como todo laborioso nikei, era experto en ikebana y origami. Al igual que Terencio, nuestro poeta puede exclamar: Homo sum, humani nihil a me alienum puto. Con el añadido de que todo lo que hizo llevaba la marca de la excelencia. En fin, amigos míos, esta es la apretada semblanza de un poeta que en sus años mozos imitaba al samurai Yojimbo el bravo y que -gracias a la sabiduría que inevitablemente adquirió- llegó a la certeza de ser el guardián del hielo: "No se puede amar lo que tan rápido fuga./ Ama rápido, me dijo el sol./ Y así aprendí, en su ardiente y perverso reino,/ a cumplir con la vida:/ Yo soy el guardián del hielo".


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