Esta navidad voy a tener una revelación que no podrá ser banalizada en las primeras planas de los diarios. Se trata de un asunto muy personal, de mi encuentro con la luz, que no siempre está al final del túnel como suponen los heterónomos y las almas extraviadas.

La luz de la que hablo es el pensamiento sublime de un santo cuyo nombre sagrado no estoy autorizado a pronunciar. Solo puedo decir que es español y que tiene devotos en todas partes del mundo, en las altas esferas del Vaticano o en un rincón humilde de la costa sur del Perú. Solo puedo añadir que predica la mortificación de la carne, el bendito dolor y la pobreza de espíritu.

Estoy advertido de que el santo varón, por razones de seguridad, suele presentarse bajo la modesta apariencia de un clérigo inepto o de una distraída novicia. En otras ocasiones también se ha presentado bajo la forma de un guacamayo o como una beata resentida que espera desde hace siglos su canonización.

La hora y el lugar exacto del encuentro con la luz me será anunciado en secreto por un bulldog especialmente amaestrado para esta ocasión.